Primer entrenamiento en O Grove



Casi un año después del último que salí a rodar por O Grove, he vuelto a tomar contacto serio con su asfalto y sus onduladas carreteras. Atardecía ya cuando me calcé las viejas “zapas” Mizuno (las primeras que tuve de esa marca, y cuyo modelo a día de hoy sigue siendo un misterio sin resolver) a las que aún sigo sacando partido porque todo lo resisten las muy desgraciadas.

En el plan del día aparecían 16 kilómetros y, como no me acordé de traer el GPS con el que suelo salir a rodar, preferí no arriesgar por una ruta desconocida y tirar hacia una distancia que ya tengo controlada del año pasado. Ir y volver desde el camping hasta O Grove por la carretera que bordea la península del mismo nombre por el oeste y el norte suma esa distancia exactamente, e incluye un plus de cansancio pues cuenta con un par o cuatro de cuestas de las que realmente marcan la diferencia entre un perfil simplemente sinuoso y uno verdaderamente duro.

La temperatura, aunque algo elevada, resultaba agradable porque la eterna brisa que azota la costa de este municipio compensa con creces los efectos del calor. El sol, además, comenzaba ya a mostrar síntomas de cansancio en su declinar hacia poniente y sus rayos resultaban más agradables que apenas una hora antes.


Una de las vistas que puedo ver en mis entrenamientos

Ataqué la primera subida con ánimo y prudencia ya que era consciente del recorrido que me esperaba, pero aún así noté enseguida que mi estado físico era ligeramente mejor que un año atrás. En las primeras bajadas no me lancé a lo loco sino que, consciente de que lo que estoy preparando es un maratón (y además de montaña), preferí recuperar fuerzas sin acelerar el pulso más de lo necesario. Cuando uno está cogiendo fondo físico lo de menos es acelerar el corazón y lo más importante es acostumbrarlo a un esfuerzo constante durante un tiempo prolongado. Mientras eso sucede, el ritmo de carrera permite detenerse en el viejo hábito de comparar los recuerdos con el momento actual: un bosque de eucaliptos a la izquierda que ha desaparecido y ahora nos deja ver la isla de Sálvora recortándose contra el horizonte; otro bosque de pinos que ha desaparecido sin dejar mayor recado que un cartel de “Se vende” y un número de teléfono; un triángulo de unos 300 metros cuadrados al borde da la carretera que ha ardido no ha mucho… en fin, lo de siempre en esta tierra tan elemental.

Digo lo de elemental por varias razones, no siempre despectivas. Por un lado es bien cierto el hecho de que las cosas que cambian casi siempre son las mismas, y eso hace que ese “sota, caballo y rey” sea la base del progreso, o del simple cambio, o del paso del tiempo sin más florituras. Ahí es donde encaja a la perfección el calificativo elemental aplicado a mi tierra gallega. Sin embargo no es menos cierto que esta zona en particular (y cuando hablo de esta zona me refiero al Grove y a la isla de Ons y sus acólitas Onza y Onceta) se caracteriza por conjugar los cuatro elementos básicos que conforman el mundo, según el saber de los antiguos: la tierra en toda su simplicidad y su crudeza; el aire que nunca abandona su labor –como bien saben todos los que han vivido alguna temporada en esta avanzadilla sobre el atlántico- hiriente y balsámica; el agua que prácticamente rodea ambos lugares –si bien el Grove es una península el istmo que la une a tierra firme no es sino una lengua arenosa que el viento y las mareas han ido formando con el paso de los siglos- y que embravecido azota sus rocosas costas; y el fuego primigenio que tanto arraigo tiene (quien haya estado en Ons sabrá que hay tradición pirómana entre los isleños) y pasión levanta entre las gentes del lugar.

En fin, que al cabo de cuatro o cinco kilómetros, no sé exactamente cuántos, volví el rostro hacia el noroeste, y descubrí varias figuras encarnadas revoloteando en la línea que separa la tierra del mar. Los aficionados al “kite surf” encontraron que la brisa que a mi me refrescaba para ellos era el alimento que henchía sus velas, cuyo colorido, destacando en el contraluz, alegraba el paisaje aportando esa nota distinta.

Seguí mi camino intentando recordar cuándo tocaba subir y cuando bajar; cuándo el falso llano puede pasar factura y cuándo la cuesta no permite recuperarse del esfuerzo… y a la par encontré la misma viejecita acompañada por el mismo perro que un año atrás, tejiendo ella hermosas trenzas de cebollas otra vez, reposando su viejo cuerpo el animal en idéntica actitud indolente.

Unos metros más adelante recordé que tengo una cita pendiente con un restaurante de la zona descubierto con ocasión de mi tercer recorrido por esta ruta. Dos veces pasé delante de sus muros sin fijarme en las letras metálicas que decoraban una sencilla fachada de estética minimalista. La tercera me llamó la atención el atril con la carta, expuesto a la entrada, y no pude evitar interrumpir el entrenamiento para echar un ojo a la propuesta culinaria. No recuerdo ahora los detalles, pero sí la sensación de unos nombres no por rebuscados menos interesantes… y en ese preciso momento me prometí reservar una ocasión especial para cenar allí. Igual habría que esperar un par de años, ya que los niños aún son pequeños para atreverse con platillos de extraña factura, pero la idea fraguó en ese preciso instante. Sólo espero que el local resista los embates de la maltrecha situación económica del país y aguante al menos hasta que yo pueda encontrar la ocasión de ir. Creo que puedo seguir manteniendo la esperanza de ir algún día y catar sus delicatessen, la carta seguía puesta a modo de cebo en la puerta de entrada.


Uno de los "platillos" que nos ofrecen en el famoso restaurante... ¡qué pinta!

Pasé la “costa” y giré de nuevo. Con cada cambio de dirección la sombra que me acompaña con su rítmico movimiento de brazos y piernas gira y se encoje o se alarga sobre el asfalto, recortándose contra un muro de piedra o desapareciendo entre el matorral. El aire de mi respiración y el azote del viento contra mis oídos son los sonidos que acompañan cada nueva zancada, y mi cuerpo aprende a escucharse a cada paso, a identificar si va cómodo o forzado en relación a sus posibilidades y la dificultad que el asfalto le plantea. Cosas así me recuerdan lo bien que explicaba Haruki Murakami su afición a correr, y espero no resultar tedioso con la mía.

De repente en un jardín una escena familiar llama mi atención: una madre lanza una pelota a su hija ante la mirada tierna del padre. Mi trote llama su atención, supongo que por lo poco habitual de alguien corriendo por el lugar, y de repente descubro que esa madre es una vieja compañera de estudios universitarios. La sorpresa no fue mucha puesto que yo ya sabía desde hacía un año que ella vivía por la zona, del mismo modo que ella sabía que yo acostumbro acampar por la zona. Sin embargo lo que yo no sabía era que aquella era su casa, a pesar de haber pasado en infinidad de ocasiones por delante en mis anteriores recorridos atléticos. Parada y saludo. Fórmulas de manual rayando la cortesía.


- ¡Qué alegría verte tan bien!
- Lo mismo digo. Así que esta es tu casa. Mira tú por dónde, con la de veces que pasé por delante.
- Es que resulta difícil de explicar.
- Bueno, siempre… en fin, ahora ya te tengo localizada.
- ¡Venga!¡No te pares que luego te coge el frío y ya se sabe!
- Pues sí. ¡Venga! Hasta luego!

Una lástima que los seres humanos, especialmente cuando las relaciones son entre entes de distinto sexo, nos pongamos autolimitaciones por miedo a que alguien entienda cosas que ni existen ni tienen por qué existir. Diríase que el compañerismo entre hombres y mujeres es una quimera, por no decir una falacia o una utopía. En fin, otra vez será… cuando no esté su marido delante… que pueda charlar un poco más con ella.

Tras esta fugaz parada de apenas unos segundos afronto los dos últimos kilómetros de ida (aún quedan los 8 de vuelta) con una larga y tendida ascensión hacia el “puerto” más destacado del día, y que tendré que afrontar en ambos sentidos: el de ida, más suave, el de vuelta muchísimo más duro. Bueno, depende de quién lo vea, porque muchos corredores prefieren las subidas a las bajadas… que también cascan lo suyo.

El regreso fue ya un descuento de distancia restante y un final de día maravilloso. Apenas crucé con tres o cuatro vehículos en todo el rato y quienes mejor me acompañaron fueron los miles de grillos que entonaban ya sus cánticos amorosos. Las primeras estrellas comenzaron a asomar tímidas en el cielo y el azul del cielo adquirió un embozo oscuro que todo lo envolvió. Así da gusto volver a los entrenamientos.



Fotografías tomadas de la web del restaurante "Culler de pau" dentro del Grupo Gastronómico Galicia (Nove)